La Tumba.
Ginés iba de vez en cuando al cementerio para llevar flores a la tumba de su abuelo, al que había querido mucho en vida, y al que aún recordaba con mucho cariño. Al lado de la tumba de su abuelo, estaba situado un panteón en el que se encontraba enterrada una chica de veintidós años, que había fallecido hacía algún tiempo.
En la tumba de la chica había una fotografía de ella, en la que se podía observar cómo había sido: una chica rubia, guapa, sonriente, y llena de vitalidad. Ginés, cuando pasaba por allí, solía preguntarse de qué habría fallecido tan prematuramente. Quizás de un accidente de tráfico, o tal vez de alguna enfermedad.
Una tarde, al ir a llevar flores a la tumba de su abuelo, Ginés vió a una chica parada frente ante la tumba de al lado, mirando fijamente la fotografía de la joven difunta. Ginés se sorprendió al ver el gran parecido físico que tenía con la fallecida, por lo que le preguntó:
-¿Es usted pariente de esa chica? -la chica se volvió hacia él, lo miró con ojos tristes, y le contestó:
-Sí, era mi tía Laura, murió hace tres años en un accidente de tráfico.
-Se parece usted mucho a su tía.
-Sí, es verdad, siempre me lo han dicho. Ella era la hermana pequeña de mi madre, teníamos casi la misma edad, tan sólo era cinco años mayor que yo.
Después de esta breve conversación, Ginés volvió por la tarde al cementerio, y se volvió a encontrar a la misma chica, quieta, ante la tumba de la joven de la cara sonriente.
-Hola, buenas tardes.
-Buenas tardes -le contestó ella con una leve sonrisa.
Ginés dejó el ramo de flores en la tumba de su abuelo, y al pasar otra vez por el lugar donde se encontraba la chica le dijo:
-Es extraño, lleva usted el mismo vestido con el que su tía aparece en la fotografía.
En ese preciso instante, sonaron las campanas que avisaban a los visitantes, de que en pocos minutos se cerraban las puertas del cementerio.
Era veintidós de febrero. Hacía exactamente tres años, de que en aquel mismo día, Laura había encontrado la muerte en un trágico accidente de automóvil. Eran casi las seis de la tarde, y pronto anochecería. La chica se volvió lentamente hacia él, y le contestó:
-Bueno, no quería decírtelo, pero en realidad, yo soy ella -le dijo al tiempo que señalaba, con un leve gesto de su mano derecha, el retrato que estaba situado en la parte superior de la tumba.
Ginés, al escuchar aquello se le pusieron los pelos de punta, se quedó como petrificado, y sin poder articular palabra. La bella joven continuó hablando y le dijo:
-Hace tiempo que te vengo observando, cuando vienes a traerle flores a tu abuelo. Siempre haces una pequeña parada, y te quedas mirando por unos instantes mi fotografía. Por eso descubrí que te gustaba mi aspecto, y de que sentías curiosidad por mi.
Ginés sentía fuertes deseos de salir corriendo hacia la salida del cementerio, antes de que cerraran las puertas, y escapar para siempre de aquella locura; pero sus piernas no le respondían, ninguna parte de su cuerpo le respondía. Sentía un miedo, un espanto tan atroz, que se había quedado inmovilizado. Parecía haberse convertido en una estatua de piedra, como las que adornaban algunas tumbas.
Laura se acercó lentamente a él, lo abrazó, y luego posó sus labios, helados por el frío de la muerte, sobre los suyos. Ginés tan sólo quería salir corriendo, y gritar como un loco para desahogar su miedo; pero era incapaz de moverse, ni de emitir ningún sonido. Sólo sentía, aparte de un profundo terror, que tenía los ojos abiertos como platos, y que su corazón palpitaba a mil por hora, como un tambor, desbocado e incontrolable, como si fuera a salírsele del pecho.
Laura continuó hablándole:
-Aquí a veces me siento muy sola, y tú me caíste bien desde el principio, cuando observé que te fijabas en mi. Por eso quiero que ahora me hagas compañía… por toda la eternidad -mientras hablaba, y como si no pesara nada, desplazó la losa que cubría la tumba con una mano, y con la otra mano cogió del brazo al aterrorizado e inmóvil Ginés, que estaba a un paso de la locura más absoluta. Laura se empezó a introducir en su tumba, mientras tiraba de él. Ginés tuvo tiempo de ver un instante, antes de ser obligado a introducirse en la tumba, que dentro había un ataud medio podrido, del que sobresalían los huesos de un esqueleto blanquecino, y justo antes de que la lápida cayera encima de él, y se lo tragara para siempre, el cabello se le puso repentinamente blanco por el terror, y consiguió gritar dando un fuerte alarido:
-¡Noooooooooooo…!
No hay comentarios.